Hollywood está sumido en una terrible Edad del Plástico

Todo esto ya ha pasado y volverá a pasar. La naturaleza de Hollywood es cíclica. Los cambios tectónicos son su especialidad. El 9 de mayo de 1961, el recientemente fallecido Newton N. Minow pronunció su primer discurso como presidente de la Comisión de Comunicaciones Federales (FCC, según sus siglas en inglés), en el que escogió las palabras “vasta tierra baldía” para referirse al estado en que la televisión comercial norteamericana se encontraba tras aquella edénica edad de oro que supusieron los años cincuenta. Minow resaltó que “cuando la televisión es buena, nada –ni el teatro, ni las revistas, ni los periódicos– es mejor. Pero cuando la televisión es mala, nada es peor. Invito a cada uno de ustedes a sentarse frente a un televisor desde que su canal empieza a emitir y permanecer allí durante un día entero (…) Mantengan los ojos pegados a la pantalla hasta que termine la emisión. Les aseguro que lo que contemplarían es una vasta tierra baldía”.

Estas palabras reflejaban el sentir de profesionales como Rod Serling, cuya nueva producción, La dimensión desconocida (1959-1964), fue mencionada por Minow como una de las escasas excepciones a la involución y mediocridad generalizadas. A finales de los cincuenta, Serling se sentó con el presentador Mike Wallace para hablar de su experiencia como guionista televisivo en antologías como Playhouse 90 (1856-1960) o The United States Steel Hour (1953-1963), donde experimentó sus primeros encontronazos con la censura corporativa. En su opinión, lo que motivaba a la industria en aquellos momentos no era tanto el interés público como el miedo: ahora que ya habían conseguido introducir un aparato en cada hogar estadounidense, las cadenas y los anunciantes se encomendaron al paladar medio, huyendo a toda costa de cualquier tema susceptible de debate y, por tanto, generando una hidra de varias cabezas que, tal como denunció Minow, iba a apostar siempre por una programación vacua, inofensiva, formulaica y nada arriesgada. La creatividad dio paso a la reiteración a medida que el cine, principal víctima de la pequeña pantalla durante la década anterior, se preparaba para obtener su revancha con el advenimiento del Nuevo Hollywood.

En 2011, Newton Minow tuvo oportunidad de volver sobre su discurso más célebre con motivo de su cincuenta aniversario, citando la multiplicación de canales (y, por tanto, de posibilidades de elección por parte del consumidor) que se empezó a implementar a partir de la década de los ochenta como el milagro que sacó a la televisión de su tierra baldía. Por otro lado, Minow lamentaba la desaparición de una cultura monolítica y una serie de referentes compartidos, lo que se traducía en una atomización de la experiencia que no haría sino elevarse a la enésima potencia durante la Era del Streaming. En estos momentos no es un desierto lo que se extiende ante nosotros, sino un multiverso de opciones donde configurar a medida un menú audiovisual personalizado para cada consumidor. Esa es, al menos, la teoría.

Tomemos como ejemplo a Netflix. La idea de juntar a Arnold Schwarzenegger y Chris Hemsworth (respectivamente, una leyenda del cine de acción y uno de sus más notables herederos al trono) en una pieza promocional es muy buena, luego resulta desconcertante asistir al resultado: un croma tan rudimentario y evidente que transforma lo que debería haber sido un viral automático en un asunto casi embarazoso. Es evidente que la corporación tiene músculo más que suficiente para fichar a ambos astros, para formalizar sus (imaginamos que exigentes) contratos y ofrecerles proyectos que les resulten interesantes, pero nadie se ha preocupado de cómo luciría el producto final. Y no hablamos solo del anuncio de ahí arriba, sino de Fubar, serie en la que Arnie repite el mismo esquema de Mentiras arriesgadas con solo un 5% de su arrebatador sentido del espectáculo, y Tyler Rake, un vehículo estelar de Hemsworth que, pese a haber sido incapaz de generar ruido alguno con su perezosa realización y su trama de une-los-puntos, ha acabado alumbrado la clase de secuela que nadie pidió. El star system actual se ve obligado, en suma, a trabajar en una industria audiovisual donde importa antes la cantidad que la calidad, lo cual ha devaluado tanto la noción de “industria de los sueños” que sería más correcto hablar de “fábrica medio en ruinas de productos banales a granel”.

Películas como Ghosting o series como Citadel manejan presupuestos millonarios y unos diseños de producción que nos ruborizaría ver en un telefilme de sobremesa, razón por la cual las corporaciones responsables de tamaño despilfarros se ven obligadas a maquillar los datos de audiencia e intentar convencer a alguien (¿a quién?) de que sus apuestas han tenido el más mínimo impacto sobre una cultura pop tan sobresaturada de estímulos que ha decidido desconectar. La capacidad de elección es casi ilusoria a estas alturas: salvo contadas excepciones, lo que nos ofrece el mainstream de la industria audiovisual estadounidense a día de hoy es la posibilidad de ver una y otra vez el mismo plástico reciclado en diferentes formatos. El baño de sangre en que las multinacionales han convertido la experiencia del streaming nos obliga a formar parte, lo queramos o no, de una carrera armamentística por un contenido (horrible palabra) cada vez más estandarizado y menos imaginativo. Todo tiene el mismo aspecto porque todo necesita ser producido a gran velocidad para superar a la competencia y adaptarse a las minúsculas pantallas de los móviles, por lo que despídete de imágenes realmente memorables. Todo es plano, insulso, aburrido. La idea es para por ver en el pantalla grande una versión de La Sirenita que despoja a la película original de todo aquello que la hacía especial, pero tampoco te mates por contribuir a la supervivencia las salas de cine: a Disney no le importa. Su nueva y bastarda Sirenita estará disponible en su plataforma dentro de unas pocas semanas.

No es casual que esta Edad del Plástico se haya enamorado de los universos paralelos y cruces de franquicias, pues esos fuegos artificiales, esa ambición por llenar cada esquina del plano con referencias o easter eggs, sustituye la necesidad de crear nuevas historias y cuidar a los personajes en tiempos de bancarrota creativa. Es evidente que esta carrera a toda velocidad hacia la mismísima Nada solo está sirviendo para alejar a las nuevas generaciones del medio audiovisual: en un panorama dominado por la nostalgia y el loop de la referencialidad, donde las estrellas ya no existen y el propio concepto de glamour se está devaluando a marchas forzadas, pocos menores de 30 años van a encontrar alguna razón de peso para no invertir su tiempo en medios expresivos mucho más estimulantes. La vasta tierra valdía de los sesenta se ha convertido ahora en un multiverso de plástico, por lo que solo nos queda abrazar la diversidad aún existente en otras cinematografías y rezar para que la regeneración de Hollywood comience antes de que el daño sea irreversible, pues todo esto ya ha pasado y volverá a pasar.

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