Arte urbano: entre la protesta, la estética y el negocio

Los marchantes ya han entendido que algunos de los conocidos como artistas urbanos son los Picasso y Monet de nuestra época. Personajes que ponen en el mapa lugares olvidados y temas obviados. Obras que generan fascinación y cada vez más un lucrativo negocio. Y no siempre para los artistas.

En los años ochenta, Nueva York fue el escenario de la explosión del grafiti, uno de los cuatro pilares de la cultura hip hop, junto con la música rap, el ‘turntablism’ y el ‘break dance’. En las calles, el hip hop se mezclaba con otras corrientes culturales subterráneas como el punk. Pronto el grafiti se convirtió en un modo de comunicación entre ellas.

En el periodo entre los años sesenta y ochenta se sitúan los artistas claves de la historia de este tipo de arte. Darryl McCray, más conocido como Cornbread, un chico cuyo apodo le fue impuesto en el correccional en el que estuvo, es considerado el padre del grafiti.

Cuentan los gurús de este arte, que Cornbread se enamoró en los sesenta de una chica llamada Cynthia, que también estaba en el reformatorio. Cuando salió, el joven escribió en las paredes cerca del edificio “Cornbread ama a Cynthia”, para que ella lo leyese. Acabó tomándole gusto y siguió firmando por toda Filadelfia.

En la siguiente década, a finales de los setenta, Jean Michel Basquiat llenó todo Nueva York con su firma, Samo, que venía acompañada de pequeñas frases reivindicativas, poéticas o sarcásticas. Samo murió con un grafiti en 1980 que decía Samo is Dead. Pero reencarnó en un artista más convencional, de lienzos y galerías.

‘La democracia sentimental’, obra del artista callejero Banksy.

Foto: Thomas Coex / AFP

Keith Haring, considerado uno de los impulsores del arte moderno y urbano y coetáneo de Basquiat, comenzó a pintar en las pizarras en las que se dejaban anuncios del metro de la Gran Manzana. Antes de que acabasen los ochenta, cuando aún era un escándalo invitar a artistas callejeros a eventos artísticos, Haring ya viajaba por todo el mundo acudiendo a la llamada de ciudades y museos.

Arte y activismo. Arte y protesta. Arte y concienciación eran binomios que gran parte de los artistas urbanos dejaban claros con sus pinturas. Europa no era una excepción y, cuando la cultura hip hop cruzó el charco, artistas locales empezaron a llenar las paredes con sus firmas y diseños, como el francés Xavier Prou, conocido como Blek le Rat, quien comenzó a pintar París en 1981.

La evolución del movimiento artístico fue paralelo al cambio de la imagen que se tenía de él. Aunque ahora siga siendo molesto tener paredes pintadas con grafitis de dudosa calidad o gusto, tener alguna obra de artistas urbanos reconocidos es un atractivo para cualquier ciudad. Lo que antes era arte marginalizado, de protesta, ejercicios de vandalismo y creatividad indeseable para las autoridades, es ahora objeto de deseo para galerías y coleccionistas privados.

En la élite

Y he aquí la encrucijada. Los más puristas creen que cuando una obra de arte callejero se vende, el artista se ha vendido, defienden que pierde la esencia original. Pero lo cierto es que el arte urbano se mueve ya paralelamente en un mundo de élites. En 2016, la Universidad de Warwick, en el Reino Unido, publicó un estudio en el que se veía cómo los precios de los inmuebles subían en los barrios en los que había una mayor proporción de arte urbano.

Shepard Fairey, el artista detrás de los míticos carteles Obey, tiene un patrimonio estimado de alrededor de 15 millones de dólares, según WideWalls, una galería especializada en arte urbano. Fairey comenzó con los pósteres ‘André Giant has a Posse’, sobre los que poco a poco ha construido un imperio. En 2008 hizo los carteles electorales para el expresidente de los Estados Unidos Barack Obama y después colaboró con Urban Outfitters para una línea de ropa, entre otras actividades empresariales.

Las marcas no son impermeables al éxito del ‘Street Art’ y, desde hace algunos años, pelean por incluirlo en su oferta. Por ejemplo, Lacoste acaba de lanzar una colección con los diseños de Haring, y otras grandes compañías también usan este tipo de arte en sus campañas de publicidad.

Cuando ves cómo la sociedad recompensa a tantas personas equivocadas, es difícil no ver
la transacción como una insignia de mediocridad interesada

Banksy, el más famoso

“No me creo que de verdad hayan comprado esta mierda”. Esta frase es del británico y anónimo Banksy. El artista urbano más famoso del mundo. Y la escribió en su página web el día después de que la casa de subastas londinense Sotheby’s vendiese tres de sus trabajos por muchos cientos de miles de dólares.

En octubre del año pasado, la lámina de Banksy, de niña y un globo rojo que se escapa, salió a subasta. Cuando acabó la puja y se cerró en 1,3 millones de dólares, aproximadamente, el público asistió incrédulo a la casi autodestrucción de la misma. Esto dejaba claro la opinión que le merece al artista que sus obras se vendan en galerías o subastas, a través de terceras personas. Él aseguró que algo falló durante la trituración de la hoja, porque la idea era su destrucción total. Hace algunos años, en Central Park, en Nueva York, se pusieron a la venta durante todo un día “lienzos de Banksy firmados, 100 % originales” a 60 dólares cada uno. Solo se vendieron ocho, con un valor de mercado actual estimado, según ‘Forbes’, de 200.000 dólares. La intención del artista con esta venta, que era real, era evidenciar la mecánica mercantilista del sistema de compraventa de arte.

La obra de Banksy empezó a deslizarse por una trituradora de papel escondida en el marco y quedó parcialmente rasgada.

Foto: Reuters

Claro que Banksy no necesita dinero. La revista ‘Forbes’ publicó en 2013 que se calcula que su patrimonio neto llegaba a los 20 millones de dólares, aunque contrastar estas cifras es casi imposible ya que nadie sabe quién es. Lo que sí se sabe es que su éxito comercial no acaba de convencerlo. “No hay manera de evitarlo, el éxito es una marca de fracaso para un artista del grafiti. Cuando ves cómo la sociedad recompensa a tantas personas equivocadas, es difícil no ver la transacción como una insignia de mediocridad interesada”, dijo Banksy a ‘Village Voice’ en 2013.

“Obviamente el trabajo hay que pagarlo; si no, solo tendrías vandalismo hecho por empleados a media jornada y niños ricos”, dijo el artista. “Pero es complicado, cuando sacas provecho de una imagen que has puesto en la pared, mágicamente se transforma en publicidad. Si el grafiti no es criminal, pierde casi toda su inocencia”, añadió.

MANUEL NORIEGA
EFE Reportajes